Desde ese momento somos descendientes de las once y cuarenta y cinco de la noche. Tu mirada se estira y me escarba los secretos, encuentra que te amo y que nunca estaré lejos de ti. Algo transformó los aires, la manera de pasar los silencios se ha vuelto exquisita. Recuerdo tus ojos bonitos, atestados de misterios. Se ha cumplido la promesa de un juramento que pronunciamos en silencio y que firmamos con las pupilas en el lienzo de la luna. Pensarnos se ha vuelto desmedido, me pierdo en el infinito placer del destiempo que marcó nuestras memorias y los destinos que nos tejen. Te dibujo en el hotel, relacionándonos en cada casualidad, en la danza pura de tus dedos, el mar que alguna vez nos volverá a arropar. Te dibujo en las velas que hago en el bosque por las mañanas, en cada trozo de almendra que se me atravieza por la cabeza, en los troncos secos que me encuentro en el piso, recuerdo perfectamente los troncos lizos. Hoy hablé del cocodrilo, de la danza de los brazos y del mar, viajé a la eternidad que me otorgó el universo al contemplarnos, al sentir como se desgarraban cada una de las mentiras que nos dejaban ver bien el paisaje. No me preguntes como, ni que, algo parecido a los pájaros en el tejado que no dejaban de responder en el techo. Las ganas de devolverme ya no me aprietan. Es perfecto.
Un corazón desnudo lleno de otro corazón y libre.
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