Clinio Malabar era un loco, cuya locura consistía en no adoptar una posición cualquiera, sentado, de pie o acostado, sin rodearse previamente con un círculo que trazaba con una tiza. Llevaba siempre una tiza consigo, que reemplazaba con un carbón cuando sus compañeros de manicomio se la sustraían, y con un palo si se hallaba en un sitio sin embaldosar.
Dos o tres veces, mientras conversaba distraído, habíanle empujado fuera
de su círculo; pero debieron de acabar con la broma, bajo prohibición
expresa del director, pues cuando aquello sucedía, el loco se enfermaba
gravemente.
Fuera de esto, era un individuo apacible, que conversaba con suma
discreción y hasta reía piadosamente de su locura, sin dejar, eso sí, de
vigilar con avizor disimulo, su círculo protector.
He aquí como llegó a producirse la manía de Clinio Malabar:
Era geómetra, aunque más bien por lecturas que por práctica. Pensaba
mucho sobre los axiomas y hasta llegó a componer un soneto muy malo
sobre el postulado de Euclides; pero antes de concluirlo, se dio cuenta
de que el tema era ridículo y comprendió la maldad de la pieza, apenas
se lo advirtió un amigo.
La locura le vino, pensando sobre la naturaleza de la línea. Llegó
fácilmente a la convicción de que la línea era el infinito, pues como
nada hay que pueda contenerla en su desarrollo, es susceptible de
prolongarse sin fin.
O en otros términos: como la línea es una sucesión de puntos matemáticos
y éstos son entidades abstractas, nada hay que limite aquélla, ni nada
que detenga su desarrollo. Desde el momento en que un punto se mueve en
el espacio, engendrando una línea, no hay razón alguna para que se
detenga, puesto que nada lo puede detener. La línea no tiene, entonces,
otro límite que ella misma, y es así como vino a descubrirse la
circunferencia.
Tan pronto como Clinio realizó este descubrimiento, comprendió que la
circunferencia era la razón misma del ser, realizando, también
simultáneamente, este otro descubrimiento: Que la muerte anula el ser,
cuando éste ha perdido el concepto de la circunferencia.
Así explicaba el médico interno, el caso de Clinio Malabar.
Éste sostenía aún un complemento de su idea. Todo ser, decía, es una
convicción matemática. Para la inmensa mayoría, ésta consiste en la
unidad, o sea la evidencia abstracta de la línea limitada por sí misma.
Esto, que es un puro instinto, pues viene por transmisión hereditaria,
sin necesidad alguna de formularse, no mortifica naturalmente. Los seres
«unitativos» mueren por la convicción correlativa de la finalidad, que
adoptan cuando son incapaces de concebir la perfección de la
circunferencia; porque una circunferencia perfecta no tiene fin, y la
muerte carece entonces de razón.
Los que comprenden el problema, muy pocos, necesitan vigilar su circunferencia. Es lo que hacía Clinio Malabar como hemos visto.
Proponíase, en esta forma, ser inmortal; y es tan poderosa la sugestión,
decía el médico interno, que en veinte años de manicomio aquel sujeto
no había presentado el más leve signo de vejez.
Caminaba lo menos posible, con el objeto de no permanecer «ilimitado», y
dormía en el suelo. Todos se habían acostumbrado ya a respetar su
manía.
Pero cierta vez, ingresó a la clínica un nuevo practicante, a quien chocó aquello extraordinariamente.
Empezó a hostilizar al loco, sin que éste se ofendiera. Sólo cuando
intentaba borrarle su circunferencia, daba gritos tales, que era
necesario suspender la operación. Desde aquel día, el loco empezó a
describir en todos los parajes ocultos de las oficinas y de los patios,
círculos de repuesto para usarlos en un caso de apuro.
Una noche, el practicante se propuso salirse con la suya, pues como buen
aficionado del manicomio, era a su vez un poco maniático; y mientras el
loco dormía borró cuidadosamente su circunferencia.
Algunos locos, puestos al tanto de la travesura, buscaron y borraron a su vez las circunferencias de repuesto.
Clinio Malabar no se levantó. Había muerto, al desvanecerse su limitación geométrica.
El incidente hizo algún ruido, si bien no se le dio la ulterioridad
judicial que reclamaba, en homenaje al decoro profesional; pero los
locos quedaron tan impresionados, que desde ese día empezaron a oír por
todas partes la voz de Clinio Malabar.
Por la noche habló más de dos minutos debajo de una cama; a poco se hizo
oír en varios puntos de la huerta. Los locos sabían algo, pero no
querían decirlo.
Lo curioso es que el fenómeno contagió a los ayudantes, quienes juraban haber oído también hablar al loco muerto.
Un día, a las once de la mañana más o menos, comentábamos esto con el
médico interno en la galería que rodeando el patio del hospicio nos
protegía del bravo sol estival.
De repente, bajo un tarro que cubría puesto boca abajo no se que
plantitas exóticas, allí, a veinte pasos de nosotros estalló sonora una
frase. ¡La voz de Clinio Malabar!
Antes que volviéramos de la impresión, los locos acudieron aullando,
como vacas al sitio de un degüello. Todo el personal se conmovió. Allá
bajo el sol clarísimo, en el patio raso, bajo el tarro aquel, sonaba con
las mismas frases que tanto conocíamos, la voz de Clinio Malabar. De
Clinio Malabar enterrado hacía una semana, previa la más completa
autopsia.
Los locos nos lanzaban miradas feroces; el personal tiritaba horrorizado
y nosotros mismos no sé adónde hubiéramos ido a parar si el médico, en
un supremo arranque de energía, no vuela el tarro de un puntapié.
La voz cesó bruscamente, y sobre el cuadro mohoso que la boca del
recipiente formara apareció inscripto con tiza uno de los círculos de
Clinio Malabar.
Texto: Leopoldo Lugones "Cuentos desconocidos"; Ediciones del 80 (Buenos Aires 1982).
Ilustración: Alberto Greco, maestro del "vivo dito".
Ilustración: Alberto Greco, maestro del "vivo dito".
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